El golfista le dice a su compañero.
-Este hoyo es de 170 yardas, y tengo viento a favor.
-Si –replica el otro-, pero lo pendejo en contra.
Cualquier golfista sabe que no hay sabiduría que alcance a dominar ese terrible juego –si al golf se le puede llamar juego- en el cual el jugador no tiene a quién echarle la culpa de sus yerros, pues a final de cuentas juega solo, y contra él mismo.
Los demás deportes sirven para forjar el carácter de los hombres. El golf sirve para revelarlo. Ni siquiera el póquer dice tanto acerca del modo de ser de una persona como el golf. He sabido de un señor obispo, golfista muy popular en el Club de Golf de la Cuidad de México, que maldice como carretonero cuando falla un putt sencillo. Ahí se le acaba lo obispo. O se le manifiesta.
Contrariamente, cierto padrecito cuidaba mucho su vocabulario cuando jugaba golf. Un día hizo un mal tiro, y la pelota fue a dar al rough.
-¡Caracoles! –exclamó muy mortificado el comedido sacerdote.
-Padre –le advierte el caddie-. Maldiciendo con palabras como ésa nunca va usted a hacer par.
En un recorrido de 18 hoyos se pueden cometer algunos de los peores pecados capitales: soberbia, si haces un buen tiro; ira, si haces uno malo; envidia, si ves que tu compañero de todos los días mejoró su juego…
Otra cosa que no ignora el buen golfista: cada jugada es diferente, y aunque juegues por años y años en el mismo club el campo cada día es diferente.
Nadie domina nunca el golf. En alguna forma este infernal deporte se parece al ajedrez, del cual se ha dicho que es demasiado juego para ser una ciencia y demasiada ciencia para ser un juego. En el ajedrez las combinaciones son infinitas; en el golf también.
Así como una partida de ajedrez nunca se repite, pues son distintas todas las que en la historia se han jugado, así también jamás un día de golf será igual a otro. Eso hace que el golfista sea un eterno aprendiz. Alguien ha dicho que para ser un buen agricultor hay que tomar un curso de 100 lecciones. Es necesario tomar las 100, pues si falta una sola ya no se aprende. El problema es que se imparte una lección cada año. Pues bien: el golfista toma en promedio una lección cada semana, pero su curso necesitaría ser de 100 mil lecciones para estar completo. Por eso es digna de envidia aquella dama que estaba en el club con una amiga. Se les acerca el profesional y les pregunta:
-Señoritas: ¿quieren ustedes aprender a jugar buen golf?
Responde con amabilidad la dama:
-Quizá mi amiga. Yo aprendí ayer.
La conclusión de todo esto es que hasta las inteligencias sobrehumanas deben pedir consejo tratándose del golf. Un OVNI fue a caer en la trampa de arena de un campo de golf. Después de tres o cuatro intentos fallidos para salir de ahí, el marciano que pilotaba el platillo volador se comunica a Marte y pide hablar con su jefe. Le dice lleno de inquietud:
-Caí en la trampa de arena de un club de golf. ¿Cómo hago para salir de aquí?
Le aconseja el líder:
-Usa un fierro.
Lo dicho: endiablado juego -¿juego?- es el golf. Quienes lo practican, atormentadores de sí mismos, profesan una forma especial de masoquismo del cual ya nunca se podrán librar.
Armando Fuentes Aguirre – Catón